Los animales fueron enfriando su entusiasmo por la revolución cuando el frío y el hambre los agobiaron sin pausa.
Opinión / jueves 23 de diciembre de 2021
Decía
George Orwell que la trama de su novela alegórica «Rebelión en la granja», publicada en 1945, seguía «tan fielmente el curso histórico de los soviets y de sus dos
dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier
otro régimen dictatorial». Se equivocaba Orwell. Los regímenes totalitarios se
parecen tanto que su novela puede ser aplicada antes y ahora, aquí y allá.
Veamos.
En la Granja Solariega, el Comandante, un cerdo
gordo y viejo, respetado por los demás residentes de la granja, dice tener un
sueño que desea compartir con todos. Reunidos en el corral, bajo la sombra del árbol mítico, habla: «Camaradas,
¿qué sentido tiene vivir como vivimos? Nuestra vida es desgraciada, laboriosa y
corta. ¿Acaso nuestra tierra es tan pobre que no puede garantizar vida digna a
los que habitan en ella? ¿Qué debemos hacer entonces? ¡Trabajar día y noche, en
cuerpo y alma, por el derrocamiento de la raza humana! Ese es mi mensaje,
camaradas: ¡la rebelión! Transmitid este
mensaje a los que vengan después, para que las generaciones futuras sigan
luchando ʻhasta la victoria siempreʼ».
Expulsados los opresores (terratenientes,
propietarios y similares), la granja pasa a llamarse Boliterra. Los cerdos
Napoleón (Napo, para los amigos) en papel de gran jefe, Bola de Nieve y el
insoportable Chillón, con su programa de radio, se asumen como los pensadores
de la granja y entre ellos elaboran un sistema basado en las enseñanzas del
Viejo Comandante, resumido en siete mandamientos o motores productivos: 1. Todo lo que camina sobre dos patas es un
enemigo. 2. Todo lo que camina sobre
cuatro patas o tiene alas es un amigo. 3. Ningún animal llevará ropa. 4. Ningún
animal dormirá en una cama. 5. Ningún animal beberá alcohol. 6. Ningún animal
matará a otro animal. 7. Todos los animales son iguales. Motores cambiantes a
medida que avanza la revolución, para ajustarse a los caprichos de los cerdos
en su nuevo papel de usurpadores caciques de la granja, merecedores de
pleitesía.
Sus discípulos más fieles, incapaces de pensamiento
propio, aceptan a los cerdos como maestros, absorben todo lo que se les cuenta
y lo trasmiten a los demás animales en reuniones de defensa de la rebelión. A
cuenta de que la gestión y la organización de la granja dependen de su esfuerzo
intelectual, los cerdos se conceden raciones extra de leche, manzanas y el
grueso de la cosecha.
Organizados por Bola de Nieve, los Comités Animales
(llamados también Misiones) fueron un fracaso. La educación de los cachorros
fue secuestrada por Napoleón a fin de convertirlos en custodios incondicionales
de la revolución, mejor dicho, de los capitostes. Y Bola de Nieve, siempre en
discordia con Napoleón y acusado de traidor, se exilió para escapar a la
sentencia de muerte emitida en su contra. «La valentía no basta —dijo Chillón—.
La lealtad y la obediencia son más importantes». Las ovejas, como de costumbre,
solo atinaron a repetir su mantra: «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!»
Ahora los mandones engordaban por el exceso de
raciones dispuestos para ellos, y en violación del cuarto mandamiento, dormían
en las camas de la casa patronal, envueltos en sábanas y mantas como recompensa
debida al trabajo supremo que ahora realizaban.
Los animales fueron enfriando su entusiasmo por la
revolución cuando el frío y el hambre los agobiaron sin pausa. Durante días
enteros los animales no tuvieron para comer más que paja y remolacha, un hecho
que había de ocultarse al mundo exterior. A tal fin, Chillón inventó historias
en su programa radial para evadir -sin conseguirlo- explicación a la miseria en
que todos (menos los privilegiados) vivían. Mientras tanto, Napoleón el mandamás
se escondía en su fuerte, custodiado por perros de aspecto feroz. Quienes
protestaron fueron sometidos a juicios sumarios y fusilados en el acto, a pesar
de que el sexto mandamiento lo prohibía.
A la yegua Trébol (ahora llamada Yuleisy) se le
llenaron los ojos de lágrimas. «No era eso lo que habían querido al ponerse a
trabajar, hacía años, por el derrocamiento de la raza humana. No eran esas
escenas de terror y masacre lo que buscaban la noche en que el Viejo Comandante
los había incitado a la rebelión. Si hubiera tenido alguna imagen del futuro,
habría sido la de una sociedad de animales liberados del hambre y del látigo,
todos iguales, cada uno trabajando de acuerdo a su capacidad, los fuertes
protegiendo a los débiles. En cambio —no sabía por qué—, habían llegado a un
momento en el que nadie se atrevía a decir lo que pensaba, en el que perros
feroces y gruñones andaban por todas partes y en el que había que presenciar
cómo despedazaban a camaradas que habían confesado crímenes atroces bajo
presión de tortura».
Al final, no hubo sino un solo mandamiento: «Todos
los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros».
Feliz navidad, apreciados lectores. Nos
reencontraremos en enero, con ánimo renovado.
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