Estos oscuros tiempos que esperan por el bardo que recoja nuestras heridas para que no sean olvidadas por las generaciones futuras ni repetidas por ellas.
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Opinión / Jueves 31 de agosto de 2017
http://www.talcualdigital.com/Nota/147256/la-psicologia-de-la-tortura
AL COMPÁS DE LA CIENCIA
GIOCONDA SAN BLAS
LA PSICOLOGÍA DE LA TORTURA
Me
impacta el video que circula por las redes: Wilmer Azuaje, diputado al Consejo
Legislativo del estado Barinas, despojado arbitrariamente de su inmunidad
parlamentaria, encadenado a una escalera en algún lóbrego rincón del Sebin, semidesnudo,
con marcas evidentes de torturas físicas, pidiendo a los organismos
internacionales intervenir en su favor.
Jóvenes
detenidos en las protestas recientes por el único delito de oponerse al
régimen, presos políticos, dan testimonios igualmente dolorosos. “Me partió
tablas en todo el cuerpo, me colgó de los brazos en el techo por doce horas,
poniendo papel de periódico en mis muñecas para no dejar marcas”. “Me
asfixiaron con bolsas plásticas que tenían vapores tóxicos, me torturaron con
corriente eléctrica en mis genitales”. “Vi cómo a mi compañera de celda la
violaron seis guardias”.
Añádanse
al cuadro las torturas psicológicas, el juego macabro de las fallidas
presentaciones ante tribunales, la justicia militar a civiles, la reclusión
prolongada en celdas aisladas…
Uno
quisiera creer que no son venezolanos como nosotros quienes se ensañan contra
personas indefensas, en un intento por despojarlos de su dignidad como seres
humanos. Uno se pregunta qué hace a un semejante desprenderse de todo sentido
ético de reconocimiento al otro. La respuesta ya se sabe. Nos la dan
experimentos en psicología llevados a cabo hace pocas décadas: el poder sin
límites para creerte omnipotente y la ciega obediencia que te hace pensar que
la responsabilidad por tus actos reside en tu superior jerárquico, sin que
valgan para ti las leyes de Nuremberg ni el Estatuto de Roma.
Es
conocido el experimento
de Stanford a través del cual el
psicólogo Phillip Zimbardo se preguntó: ¿Qué pasa cuando pones gente decente en
un entorno de maldad? Para responder la pregunta contrató estudiantes
universitarios como voluntarios y los dividió al azar en dos grupos, unos fungían
de guardias de una prisión y otros, de prisioneros. Los primeros estaban
autorizados para infligir dolor físico y humillación moral a los presos. Si
bien en los primeros días los guardias eran comedidos en la aplicación de
tormentos, a medida que avanzaba la semana se fueron despojando de sus reservas
morales al saberse poderosos, al constatar que no había sanción por su
comportamiento. Tal fue el sadismo contra los prisioneros, que al sexto día
hubo que suspender el experimento. En entrevistas posteriores, los “guardias”
admitieron que el solo gesto de ponerse el uniforme les hacía sentir con
derecho a torturar a los “presos”.
Resultados
similares los obtuvo años después Stanley
Milgram en la Universidad de Yale, quien encontró que contrariando la
hipótesis inicial de que solo un sádico podría infligir torturas cuando fuese
obligado por la autoridad, hubo una disposición infinita de los participantes
en su experimento, todos ciudadanos respetables de la comunidad, para obedecer
las órdenes de ese oficial superior aun cuando ellas pudieran entrar en
conflicto con su conciencia personal.
Experimentos
como estos no podrían realizarse hoy en razón de sus cuestionables métodos.
Pero en todo caso, han servido para demostrarnos que en todas partes y en
cualquier época, a juzgar por los metanálisis revisados en 1999 por Thomas
Blass, Universidad de Maryland, el porcentaje de participantes que
aplicaban castigos excesivos se situó entre el 61% y el 66%, personas que antes
de intervenir en los experimentos eran considerados como respetables y
pacíficos miembros de la comunidad.
Dichos
estudios son aterradores en sus implicaciones acerca del peligro que nos acecha
en el lado oscuro de la naturaleza humana. Tal parece que nuestra bonhomía es
una flor delicada en su fragilidad, que al menor asomo puede quebrarse para
despertar en nosotros el monstruo que hemos adormecido en el camino hacia la
civilidad, que la oscuridad está en nosotros lista para el zarpazo si no
sabemos atajarla a tiempo, que por mucho que hayamos avanzado en el ascenso del
hombre hacia la civilización, la bestia sigue allí como en los primeros
tiempos, en la misma actitud depredadora. Ya lo vimos en la Alemania nazi, en China,
Corea del Norte, Cuba, en esa sufrida Venezuela carcelaria que José Rafael
Pocaterra y José Vicente Abreu retrataron con su verbo penetrante. Y lo vemos en estos oscuros
tiempos que esperan por el bardo que recoja nuestras heridas para que no sean
olvidadas por las generaciones futuras ni repetidas por ellas.
Ya
lo dijo Rosa
Montero al referirse a los recientes sucesos en Charlottesville: Nos
esforzamos por ser mejores de lo que somos, y eso nos honra; pero siempre, por
debajo de la calma, está el abismo.
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