El informe se centra en dos temas prioritarios: a) los crímenes de lesa humanidad cometidos a través de estructuras e individuos pertenecientes a los servicios de inteligencia del Estado, como parte de un plan para reprimir a personas opositoras al Gobierno; y b) los DDHH en el Arco Minero del Orinoco y otras áreas del estado Bolívar.
Opinión / jueves 29 de septiembre de 2022
GIOCONDA CUNTO DE SAN BLAS
Uno
ingenuamente piensa que el ser humano en su ascenso civilizatorio va progresando
linealmente del
mal hacia el bien, que las ideas de igualdad y el reconocimiento de
derechos humanos (DDHH) son parte inalienable del hombre moderno, de su
dignidad y sus libertades, que el mundo de hoy es mejor y más justo que el de
ayer y el de mañana será aún mejor que el de hoy.
De
repente, nos llega el tercer «Informe de la misión internacional
independiente de determinación de los hechos sobre la República Bolivariana de
Venezuela», comisionado por el
Consejo de DDHH de la ONU y esa percepción de ascenso continuo cae. El informe se centra en dos temas prioritarios: a) los
crímenes de lesa humanidad cometidos a través de estructuras e individuos
pertenecientes a los servicios de inteligencia del Estado, como parte de un
plan para reprimir a personas opositoras al Gobierno; y b) los DDHH en el Arco
Minero del Orinoco y otras áreas del estado Bolívar.
La
Misión presentó su primer
informe en 2020, centrado en las violaciones de DDHH y delitos en el
contexto de represión política selectiva, operaciones de seguridad y protestas,
todos los cuales constituyen crímenes de lesa humanidad. Un segundo informe en 2021 se dedicó al sistema de justicia que a juicio de
la Misión, contribuye a perpetuar la impunidad e impide a las víctimas acceder
a recursos legales y judiciales efectivos y en ciertos casos, asiste a la
política de Estado de aplastar a la oposición.
El tercer informe (2022) abunda en los crímenes ya
reportados en informes previos. Y se afinca en dar más testimonios (246,
que se suman a los 383 de informes previos), además de señalar organismos ejecutores y develar nombres de los responsables, en una
escala que abarca desde la más alta jerarquía gubernamental hasta el último de
los torturadores. El catálogo detallado de crímenes cae torrencial en las
páginas del informe: «crímenes de lesa humanidad revistieron
especial crueldad y se cometieron contra personas indefensas. Personas
opositoras al Gobierno, reales o percibidas, y sus familiares fueron sometidos
a detenciones ilegales, seguidas de actos de tortura y otros tratos crueles,
inhumanos o degradantes y a violencia sexual y de género».
«Nuestras investigaciones y análisis muestran que el
Estado venezolano utiliza los servicios de inteligencia y sus agentes para reprimir
la disidencia en el país […]. Estas prácticas deben cesar inmediatamente y los
responsables deben ser investigados y procesados de acuerdo con la ley», ha
declarado Marta Valiñas, presidenta de la Misión.
Uno quisiera creer que no son venezolanos quienes se
ensañan contra coterráneos indefensos, en un intento por despojarlos de su
dignidad humana. Pero no, el informe los precisa: son venezolanos,
seleccionados por vulnerables y embrutecidos en programas de intercambio entre
Venezuela y Cuba, diseñados por mentes siniestras para desprenderlos de todo
sentido ético de reconocimiento al otro. ¿Cómo lo logran? La respuesta ya se
sabe. Nos la dan experimentos en psicología llevados a cabo hace varias
décadas.
Es conocido el experimento en la Universidad de Stanford en el cual el psicólogo Philip Zimbardo se preguntó:
¿Qué pasa cuando pones a la gente en un entorno de maldad? Para responderse, recluta
a un grupo de estudiantes y les pide que se imaginen en una cárcel. Los divide
en guardias y prisioneros, impone ciertas reglas. En pocos días, los «carceleros»
se tornan tan sádicos y abusan de tal forma de sus «presos» que el experimento
debe ser suspendido.
Resultados similares los obtuvo años después Stanley Milgram en la Universidad de Yale, quien encontró que
contrariando la hipótesis de que solo un sádico podría infligir torturas cuando
fuese obligado por la autoridad, hubo una disposición infinita de los
participantes en su experimento, ciudadanos respetables de la comunidad, para
obedecer las órdenes de ese «oficial superior» aun cuando ellas pudieran entrar
en conflicto con su conciencia personal.
En fin, que en todas partes y en cualquier época, a
juzgar por los metanálisis de Thomas Blass (U. Maryland, 1999), el porcentaje de participantes que
aplicaban castigos excesivos se situó entre el 61% y el 66%, personas que antes
de intervenir en los experimentos eran considerados como respetables y
pacíficos miembros de la comunidad.
Hannah Arendt, con
su concepto de la banalidad del mal, decía que los actos monstruosos, a pesar
de sus horrores, eran cuestión de burócratas leales que cumplían servilmente
órdenes, sin atisbo alguno de culpa o remordimiento.
Por mucho que hayamos avanzado en el ascenso del hombre
hacia la civilización, la bestia sigue allí agazapada, en la misma actitud
depredadora. Ya lo vimos en la Alemania nazi, en Rusia, China, Corea del Norte,
Nicaragua, Cuba, en esa sufrida Venezuela carcelaria que José Rafael Pocaterra
y José Vicente Abreu retrataron con sus verbos penetrantes. Y lo vemos en estos
oscuros tiempos, plasmado en informes internacionales como éste de hoy, que
recoge nuestras heridas de ahora para que no sean olvidadas por las
generaciones futuras ni repetidas por ellas.
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