Facundo Cabral

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jueves, 5 de julio de 2018

El inmigrante según Verdial

Buena parte de los exiliados de ahora son jóvenes de segunda o tercera generación de inmigrantes, que nos hacen vivir el extrañamiento desde la acera de enfrente: el nieto, que con pasaporte extranjero heredado de su abuelo, hace en reversa el viaje inicial buscando fuera ese mejor futuro que su patria, antes espléndida y dadivosa, ahora le niega. 

Mis padres Biagio Cunto Marsiglia y Luisa Domínguez Urbaneja
el día de su boda en Caracas, 12 de noviembre de 1938.
Los niños son Myriam e Ítalo Marsiglia Gaudio


Opinión / Jueves 5 de julio de 2018 

AL COMPÁS DE LA CIENCIA

GIOCONDA CUNTO DE SAN BLAS

EL INMIGRANTE SEGÚN VERDIAL

Venimos de la noche y hacia la noche vamos…/
 ¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno
 cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Vicente Gerbasi: “Mi padre el inmigrante”

Cuando Fausto Verdial escribió “Los hombros de América”, no se imaginó que hablaba para nuestro porvenir, uno que él no vería. Llegado a Venezuela en enero de 1958, a tiempo para incorporarse al júbilo popular por la caída del dictador local y huyendo de una España silenciada por el franquismo, Verdial hizo su vida aquí, asimilándose a su patria nueva y dejando para la posteridad un legado cultural extenso, orgullo de nuestra venezolanidad.

La obra transcurre en Caracas, iniciándose en los días en que la muerte es ya inescapable para el Generalísimo Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. Aquí, dos españoles republicanos que se han pasado décadas esperando ese momento para regresar a su terruño, discuten lo que harán, en diálogos abordados desde el humor y la nostalgia. Uno de ellos, Manuel, ha hecho familia con Rosa, una venezolana tan parecida a mi madre, que ha influido para que él arraigue su vida aquí, sin mirar atrás; Javier y su esposa española, en cambio, solo piensan en dejar esta tierra de paso apenas Franco muera, para retornar a una España inmutable en el tiempo. Pasaban por alto la advertencia de Teresa de la Parra en sus Memorias de Mamá Blanca: “Debemos alojar los recuerdos en nosotros mismos sin volver nunca a posarlos imprudentes sobre las cosas y seres que van variando con el rodar de la vida”.

Decididos, Javier y Encarna se van, para volver al cabo de pocos años, porque efectivamente la España de 1980 está lejos de ser la de 1940 y porque sus hijos y el nieto común a ambas parejas, han nacido en esta tierra y se sienten venezolanos a plenitud. Comprenden al fin que su vida es aquí y ahora, con sus abrazos y alegrías familiares; no en el pasado, poblado de muertos y fantasmas.

Asistir a esta obra, ahora dirigida e interpretada de manera soberbia por Héctor Manrique, acompañado de un elenco estelar, me colocó frente a mi propio origen. Hija y viuda de inmigrantes que en el siglo pasado vinieron a Venezuela en plan de “hacer la América”, provenientes de una Europa desolada por las guerras y el hambre, he sido testigo de esa dualidad desde mi nacimiento en Caracas. El desarraigo, el retorno, el desencanto de los emigrados repatriados frente a una tierra natal que al final no es la de los recuerdos, vivir aquí con el corazón allá, son situaciones harto conocidas que me sumergen en la tensión de la obra.

He preguntado a amigos nacidos en otras tierras y trasplantados en su infancia a este país, su disposición a enfrentar el dilema de regresar al origen ante la precariedad actual venezolana. Para muchos de ellos, una vez superado el primer desarraigo y haber plantado raíces en esta tierra, recorrer el camino inverso es casi impensable. Y si hubiera que proceder, como tantos ya han hecho, sería a costa de mucho dolor, a una edad menos plástica para el reacomodo. Es que el sentimiento de pertenencia local se mantiene en el mundo globalizado de hoy.

Buena parte de los exiliados de ahora son jóvenes de segunda o tercera generación de inmigrantes, que nos hacen vivir el extrañamiento desde la acera de enfrente: el nieto, que con pasaporte extranjero heredado de su abuelo, hace en reversa el viaje inicial buscando fuera ese mejor futuro que su patria, antes espléndida y dadivosa, ahora le niega. Y que obliga a los que quedamos a prodigar distantes caricias digitales a los nietos nacidos fuera de nuestras fronteras, o a iniciar un éxodo indeseado para encontrar al otro lado del mar el calor de esos abrazos filiales que hicieron volver a Javier y Encarna.

La obra de Verdial, de la mano de Manrique, se convierte así en un espejo retrovisor de lo que nos pasó en el siglo XX cuando mi padre y tantos otros extranjeros echaron raíces y concibieron hijos en esa Venezuela generosa de entonces. Es también un espejo reflector de lo que vivimos ahora cuando seguimos en el horizonte a los hijos, exploradores lejanos de ese futuro promisorio que un siglo antes sus abuelos encontraron aquí.

Pasado el tiempo, ellos quizás vivirán el mismo dilema que desgarró a los personajes de Verdial y permanecerán en sus países sustitutos al constatar que el suyo solo existe en sus memorias. Tocará conformarnos con que en este siglo XXI habrá muchas maneras, antes inexistentes, de contribuir desde el destierro con esta patria, hoy doliente, que les dio su formación inicial y sus raíces.

“Los venezolanos no hemos sido emigrantes, estamos aprendiendo y es algo muy doloroso”. Lo dice Héctor Manrique, él como yo, hijo de inmigrante.

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