Por
un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la
resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios
patógenos,
pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear
aplicada a la
esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas
diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros
programas
exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en
prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol
Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz Diez, Lía Bermúdez… y sus
magníficas
obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos
testigos de
alegrías y tristezas.
Fotografía: Gioconda San Blas, archivo personal
9
DE FEBRERO DE 2018 –
59º ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN DEL IVIC
Gioconda
Cunto de San Blas
A mis compañeros jubilados
con quienes disfruté lo que mi esposo llamó “la época de oro del IVIC”. A los
ivicenses activos, con la esperanza de que puedan vivir tiempos menos ásperos que
los actuales.
Mayo
de 1967. Recién graduada de Licenciada en Química en la Universidad
Central de Venezuela, soñaba con venir al IVIC, un instituto de investigación
científica que apenas con ocho años de fundado, hijo de la democracia naciente, ya se colocaba como una nueva
promesa en el universo de instituciones científicas de América Latina. Cargando
con una copia de mi expediente académico, llena de ilusiones juveniles, llegué
a esa montaña, Altos de Pipe, un día frío, hermosamente nublado, un instituto
suspendido entre nubes. Eran pocos los edificios, apenas los de medicina, que incluía microbiología,
virología, unos galpones para arqueología y el reactor nuclear que hospedaba a química y física, residencias e
instalaciones de servicio, nada más. Y un grupo pequeño pero creciente de
personal científico y estudiantes, que junto con un reducido personal
administrativo y obrero, ayudaban en la misión de apoyar la investigación que
ahí se hacía.
Allí
llegué y allí me quedé. Fueron 43 años de vida activa como investigadora en el
Centro de Microbiología y Biología Celular, en el IVIC hice mi carrera científica, allí conocí a mi
esposo Felipe, allí corretearon mis hijos, uno de los cuales –Ernesto- acabó enamorado
de la ciencia, como sus padres, y ahora es investigador en el IVIC Zulia, mientras
otro –Agustín-, encontró nicho en la biblioteca del IVIC; un tercero, Felipe, se fue
del país como tantos en estos tiempos de diáspora. Un cuarto hijo sentimental,
Francisco, hijo mayor de mi esposo, como marino mercante va y viene por esos
mares del planeta.
Era
un IVIC bullente. Actividades por doquier, investigaciones, reuniones
científicas, visitas de colegas nacionales y extranjeros, de ministros,
diplomáticos, embajadores, un instituto que entonces señalaba un rumbo en
aquella Venezuela que despertaba a la civilidad y se codeaba con instituciones
nacionales y foráneas en intercambio fructífero. Objeto de admiración era el
concierto entre investigación científica de calidad medida con estándares
internacionales y el arte que aparecía aquí y allá en medio de la
neblina.
Por un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios patógenos, pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear aplicada a la esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros programas exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz Diez, Lía Bermúdez… y sus magníficas obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos testigos de alegrías y tristezas.
Por un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios patógenos, pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear aplicada a la esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros programas exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz Diez, Lía Bermúdez… y sus magníficas obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos testigos de alegrías y tristezas.
Había
problemas, sin duda. El paraíso no existe sino en los libros y en los sueños. Yo
misma escribí una crónica evaluativa en 2009, a propósito del cincuentenario
del IVIC1. Pero cuando comparo aquello con la cotidianidad actual,
siento que el paraíso lo tuvimos cerca, sin notarlo.
Ayer cuando fui al IVIC lo
encontré envuelto en las mismas nieblas de hace medio siglo. Pero el
ambiente era otro porque el país es otro, más triste, más menesteroso. Del IVIC estudioso y pujante queda todavía gente valiosa que trabaja y se esfuerza por salir adelante en
laboratorios carentes de recursos, gente que tozudamente insiste en mantener vivo al
IVIC a pesar del deterioro institucional representado en magros presupuestos para
investigación y en numerosas vacantes surgidas del alejamiento de un personal altamente calificado que ha abandonado sus mal
remunerados cargos en busca de un futuro mejor, casi siempre
fuera del país, huyendo de la miseria circundante. Un personal remanente ahora más dedicado,
como es natural en estos tiempos tormentosos, a sobrevivir en medio de la penuria nacional,
más pendiente de recibir bolsas de comida, de hacer cola diaria en el banco
para retirar un mísero efectivo que no compra ni un café, de hacer una cola más
(ayer llegaba hasta la puerta de la biblioteca y llovía) para almorzar una
comida infectada con microbios. Haciendo colas se van los días dentro de la
institución, quedando poco tiempo o energía para el cumplimiento de la misión fundamental.
También
sufren Soto, Cruz Diez, Escobar… cubiertos de maleza y suciedad, perdido el
brillo de épocas pasadas, huérfanos de las miradas cómplices de quienes se
acogían a su sombra para contarles sus cuitas y explicarles sus hallazgos. Ya no hay tiempo para ellos. La
dureza de la vida venezolana bajo la revolución fallida nos ha cegado a las
bellezas del entorno, nos impide disfrutar de los atardeceres magníficos
que de vez en cuando desparraman sus colores en nuestra montaña, nos hace sordos al sonido del viento
entre las hojas. Solo hay tiempo para escarbar en las necesidades básicas de la
vida diaria para sobrevivir.
Por
los momentos, el encanto del quehacer científico y su armonía con la poesía del
paisaje circundante parecen remotos. Pero regresarán, seguro que sí, y el IVIC
volverá un día ojalá cercano a resplandecer con sus jardines cuidados, las
obras de arte valoradas y una actividad científica rutilante, cuando este país,
nuestro país, retome la senda de la civilidad hacia un destino mejor, esperando
que el IVIC celebre con brillo sus sesenta años el 9 de febrero de 2019.
Feliz
aniversario, querido IVIC.
Referencia citada:
1 San-Blas, Gioconda. 2009. El
Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas en su 50º aniversario: Una
visión personal. Acta Científica Venezolana 60: 139-155.
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