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jueves, 8 de febrero de 2018

9 de febrero de 2018 - 59º aniversario de la fundación del IVIC

Por un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios patógenos, pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear aplicada a la esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros programas exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz Diez, Lía Bermúdez… y sus magníficas obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos testigos de alegrías y tristezas.

Fotografía: Gioconda San Blas, archivo personal


9 DE FEBRERO DE 2018 – 

59º ANIVERSARIO DE LA FUNDACIÓN DEL IVIC

Gioconda Cunto de San Blas

A mis compañeros jubilados con quienes disfruté lo que mi esposo llamó “la época de oro del IVIC”. A los ivicenses activos, con la esperanza de que puedan vivir tiempos menos ásperos que los actuales.

Mayo de 1967. Recién graduada de Licenciada en Química en la Universidad Central de Venezuela, soñaba con venir al IVIC, un instituto de investigación científica que apenas con ocho años de fundado, hijo de la democracia naciente, ya se colocaba como una nueva promesa en el universo de instituciones científicas de América Latina. Cargando con una copia de mi expediente académico, llena de ilusiones juveniles, llegué a esa montaña, Altos de Pipe, un día frío, hermosamente nublado, un instituto suspendido entre nubes. Eran pocos los edificios, apenas los de medicina, que incluía microbiología, virología, unos galpones para arqueología y el reactor nuclear que hospedaba a química y física, residencias e instalaciones de servicio, nada más. Y un grupo pequeño pero creciente de personal científico y estudiantes, que junto con un reducido personal administrativo y obrero, ayudaban en la misión de apoyar la investigación que ahí se hacía.

Allí llegué y allí me quedé. Fueron 43 años de vida activa como investigadora en el Centro de Microbiología y Biología Celular, en el IVIC hice mi carrera científica, allí conocí a mi esposo Felipe, allí corretearon mis hijos, uno de los cuales –Ernesto- acabó enamorado de la ciencia, como sus padres, y ahora es investigador en el IVIC Zulia, mientras otro –Agustín-, encontró nicho en la biblioteca del IVIC; un tercero, Felipe, se fue del país como tantos en estos tiempos de diáspora. Un cuarto hijo sentimental, Francisco, hijo mayor de mi esposo, como marino mercante va y viene por esos mares del planeta.

Era un IVIC bullente. Actividades por doquier, investigaciones, reuniones científicas, visitas de colegas nacionales y extranjeros, de ministros, diplomáticos, embajadores, un instituto que entonces señalaba un rumbo en aquella Venezuela que despertaba a la civilidad y se codeaba con instituciones nacionales y foráneas en intercambio fructífero. Objeto de admiración era el concierto entre investigación científica de calidad medida con estándares internacionales y el arte que aparecía aquí y allá en medio de la neblina. 

Por un lado, proyectos experimentales, muchos de ellos centrados en la resolución de problemas nacionales: investigaciones sobre microbios patógenos, pruebas genéticas de paternidad, estudios nutricionales, física nuclear aplicada a la esterilización de equipos hospitalarios, proyectos en petróleo, pruebas diagnósticas novedosas surgidas de sus laboratorios y tantos otros programas exitosos también en formación de recursos humanos de alto nivel, en prueba de aporte al país; por el otro lado, Jesús Soto, Marisol Escobar, Alejandro Otero, Carlos Cruz Diez, Lía Bermúdez… y sus magníficas obras de arte, acompañándonos en nuestro discurrir académico, mudos testigos de alegrías y tristezas.

Había problemas, sin duda. El paraíso no existe sino en los libros y en los sueños. Yo misma escribí una crónica evaluativa en 2009, a propósito del cincuentenario del IVIC1. Pero cuando comparo aquello con la cotidianidad actual, siento que el paraíso lo tuvimos cerca, sin notarlo. 

Ayer cuando fui al IVIC lo encontré envuelto en las mismas nieblas de hace medio siglo. Pero el ambiente era otro porque el país es otro, más triste, más menesteroso. Del IVIC estudioso y pujante queda todavía gente valiosa que trabaja y se esfuerza por salir adelante en laboratorios carentes de recursos, gente que tozudamente insiste en mantener vivo al IVIC a pesar del deterioro institucional representado en magros presupuestos para investigación y en numerosas vacantes surgidas del alejamiento de un personal altamente calificado que ha abandonado sus mal remunerados cargos en busca de un futuro mejor, casi siempre fuera del país, huyendo de la miseria circundante. Un personal remanente ahora más dedicado, como es natural en estos tiempos tormentosos, a sobrevivir en medio de la penuria nacional, más pendiente de recibir bolsas de comida, de hacer cola diaria en el banco para retirar un mísero efectivo que no compra ni un café, de hacer una cola más (ayer llegaba hasta la puerta de la biblioteca y llovía) para almorzar una comida infectada con microbios. Haciendo colas se van los días dentro de la institución, quedando poco tiempo o energía para el cumplimiento de la misión fundamental.

También sufren Soto, Cruz Diez, Escobar… cubiertos de maleza y suciedad, perdido el brillo de épocas pasadas, huérfanos de las miradas cómplices de quienes se acogían a su sombra para contarles sus cuitas y explicarles sus hallazgos. Ya no hay tiempo para ellos. La dureza de la vida venezolana bajo la revolución fallida nos ha cegado a las bellezas del entorno, nos impide disfrutar de los atardeceres magníficos que de vez en cuando desparraman sus colores en nuestra montaña, nos hace sordos al sonido del viento entre las hojas. Solo hay tiempo para escarbar en las necesidades básicas de la vida diaria para sobrevivir.

Por los momentos, el encanto del quehacer científico y su armonía con la poesía del paisaje circundante parecen remotos. Pero regresarán, seguro que sí, y el IVIC volverá un día ojalá cercano a resplandecer con sus jardines cuidados, las obras de arte valoradas y una actividad científica rutilante, cuando este país, nuestro país, retome la senda de la civilidad hacia un destino mejor, esperando que el IVIC celebre con brillo sus sesenta años el 9 de febrero de 2019.

Feliz aniversario, querido IVIC.

Referencia citada:
1 San-Blas, Gioconda. 2009. El Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas en su 50º aniversario: Una visión personal. Acta Científica Venezolana 60: 139-155.


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